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Las crisis financieras internacionales: Agujeros negros en la globalización.

Temática: Gobierno mundial. Instituciones Multilaterales.
Autoría: Benito Valenciano, Rodolfo
Año de Publicación: 2008
Este artículo se centra no tanto en las crisis financieras en sí, sino en los efectos que tiene sobre el ente social más perjudicado por las medidas para paliarlas: los trabajadores; y que, por ende, las crisis significan una mengua en la situación laboral y en los derechos de los trabajadores y de toda la sociedad en general.
La riqueza de un país y la de sus habitantes depende de la calidad del funcionamiento de las empresas productivas que hay en él. Esta calidad no debe entenderse sólo en términos de producción de bienes y de servicios, sino también en términos de empleo, salarios y condiciones de trabajo, de protección social y Estado de Bienestar, de sostenibilidad medioambiental, de generación de residuos y contaminación. Esta calidad de funcionamiento también obliga, de manera imprescindible, a una coherencia entre la actuación de la propiedad de la empresa, los accionistas, y las reglas de la organización. Pero la prácticamente absoluta libertad de entrada y salida de capitales de las empresas, supone que los intereses a corto plazo de los accionistas, en no pocos casos, no son coincidentes con los intereses industriales de las empresas, en relación con la amortización de las inversiones en investigación, la cualificación de los trabajadores, etc. Ello comporta unos riesgos más que evidentes para unas relaciones sociales y laborales sólidas. Lo que conlleva que la actuación de los capitales en el ámbito internacional sea completamente irresponsable de los efectos generados en la escala local.

Cuando esto traspasa los muros de las empresas y se generaliza en todo un país, se corre el riesgo de dejar en bancarrota a una nación entera, que fue lo que sucedió en Rusia en la década de los noventa, durante todo el proceso de acelerada privatización, de creación de un mercado sin instituciones políticas que lo regularan; o en Argentina a finales de los años noventa, después de seguir a pies juntillas las nefastas directrices del Fondo Monetario Internacional.

El sistema financiero ha ido acumulando una gigantesca masa de capital ficticio, que no ha incidido de manera significativa en las condiciones de vida y en la preservación del medio ambiente. La crisis financiera ha permitido visualizar mucho mejor que las enormes desigualdades sociales no han dejado de incrementarse en las últimas décadas.

Recientemente se puso en circulación un manifiesto firmado por varios ex Primeros Ministros de la Unión Europea, que alertaban sobre los riesgos de la actual evolución de los mercados financieros. En el citado manifiesto se denuncia que "la actividad financiera es incapaz de su autorregulación", y que "es imperativo mejorar el control y el marco reglamentario de los bancos (") y de los diferentes instrumentos de inversión". También se afirma que "es una cruel ironía que los salarios y las primas de determinados altos cargos de empresas hayan crecido exponencialmente, mientras los beneficios de sus empresas se estancaban o descendían". Estas denuncias se suman a la ya realizada por la Confederación Sindical Internacional, que definía a la globalización financiera desregulada como la "economía de casino", y ha venido denunciando los riesgos que ello suponía, por generar gran inestabilidad en la economía real, con graves consecuencias en términos de desempleo para millones de trabajadores.

Es ya un nutrido grupo de expertos los que consideran que la globalización financiera es el Tribunal Supremo de los mercados, y que cada vez condicionan más la capacidad de las economías nacionales para elegir rumbo y tomar opciones, condicionando los recursos monetarios hacia las oportunidades de inversión productiva. Hoy la deuda acumulada de las familias, las empresas financieras y no financieras, y de las administraciones públicas estadounidenses, representa más de tres veces el Producto Interior Bruto de los Estados Unidos, el doble de los que representaba durante el crac de la bolsa en 1929. El que la creciente desigualdad social que denuncian en el manifiesto los ex lideres europeos, se haya producido de forma paralela a un constante crecimiento del sector financiero, no es un fenómeno casual, sino de causa-efecto. La mayor financiarización de la actividad económica, hoy el capital financiero representa quince veces el Producto Interior Bruto de todos los países, ha generado un crecimiento económico que ha provocado una mayor desigualdad. Los distintos Fondos: de inversión, pensiones" se han convertido en los protagonistas de las finanzas de mercado, y aunque la propiedad de los mismos se disperse en pequeños ahorradores, su control efectivo se concentra en un reducido número de gestores con gran capacidad de imponer sus criterios a las empresas cuyos títulos poseen. Ello obliga a las empresas, cuya propiedad es de estos Fondos, a una competencia cada vez mayor por la remuneración que ofrecen a los accionistas. Esto supone un incremento del beneficio empresarial destinado a dividendos, y una reducción del beneficio retenido por las empresas, elemento éste clave para explicar una menor inversión empresarial, y, por tanto, mayor dificultad para crear más empleo, así como las puertas más abiertas para la existencia de una mayor precariedad laboral.

Esta mayor precariedad queda reflejada claramente en la pérdida de peso de los salarios en el Producto Interior Bruto, que han venido descendiendo en EE.UU., en la Unión Europea, y, por tanto, también en España. En España los salarios han pasado de representar el 55 por ciento del PIB en el año 2000, al 52 por ciento en 2007. En nuestro país esta evolución se ha producido en un contexto de fuerte creación de empleo, pero de empleo de bajos salarios, también y conviene señalarlo, como consecuencia de la estructura económica y productiva que tenemos. Los trabajadores con salarios anuales inferiores a 18.500 euros representaron, en 2007, el 60 por ciento del total nacional. Por tanto, la falta de regulación de los mercados financieros, así como la liberalización prácticamente total de los mismos, ha hecho que los accionistas ocupen una posición de creciente privilegio, ya que en cualquier momento pueden descapitalizar la empresa, esto es, pueden salir en cualquier momento, pudiéndose comportar, sin apenas limitaciones, como puros depredadores.

De esta manera quedan tan sólo en manos de los accionistas, las ventajas de la cooperación colectiva que representa la empresa, y se hace recaer sobre los restantes actores, trabajadores y administraciones, las dificultades o las pérdidas, ya que por parte de los trabajadores no existe una posibilidad de salida inmediata de la empresa con condiciones equivalentes. El trabajo nunca tendrá la misma movilidad del capital, si un trabajador deja voluntariamente la empresa, por lo general, no tendrá ninguna garantía de que podrá encontrar un empleo de similares condiciones de trabajo y salariales.

Los trabajadores en el capitalismo accionarial soportan más riesgos que los que tenía en el vínculo laboral fordista. Y es que, reiterando lo anteriormente manifestado, durante los últimos años los fondos de capital privado se han perfilado como inversores financieros y corporativos más dominantes. Ya no se consideran inversiones alternativas, sino que han pasado a formar parte de las inversiones principales. Son el arquetipo de la creciente financiarización de nuestra economía, y la consecuencia de ello es que sus demandas financieras dictan el comportamiento, inclusive, de sectores más amplios de nuestra sociedad.

Los crecientes riesgos que asumen los especuladores financieros internacionales tienen una alta remuneración para esos capitales cuando las inversiones son exitosas, pero cuando las mismas son fallidas, tiene una gran facilidad para transferir esos riesgos a los trabajadores, reduciendo salarios, condiciones de trabajo o destruyendo empleo. Cuando las empresas pasan a manos de este tipo de fondos, quedan fuera del alcance de la reglamentación de los mercados de valores, aumentan los dividendos de sus nuevos propietarios, y, atención a un dato que hay que tener también en cuenta, estas operaciones acumulan con el sector financiero niveles de deuda increíblemente altos.

Los niveles de endeudamiento con los que se mueven constituyen, de hecho, las principales amenazas para la estabilidad financiera. A estos modelos especulativos, por cierto, no les interesan en demasía ninguna empresa que no tenga una alta rentabilidad en un lapso de un par de años. La financiarización es el rostro actual del capitalismo, y en el plano empresarial está vinculada al enfoque del "valor de los accionistas" en la gobernanza empresarial. El objetivo, efectivamente, no es otro que el de que las acciones valgan el máximo en el menor tiempo posible, y no el de conseguir beneficios sostenidos en el largo plazo. Para acrecentar el precio de las acciones, las empresas empleas lógicas exclusivamente financieras.

Estamos ante los desafíos propios una nueva realidad, ya no estamos hablando de la explotación laboral del siglo XIX, estamos ante una doble explotación, la que se realiza desde el capital financiero especulativo sobre las empresas y los trabajadores. La financiarización denota el creciente dominio del sector financiero sobre el total de la actividad económica, una situación donde los mercados financieros determinan el estado de la economía en general, y donde las demandas financieras dictan el comportamiento de las empresas. Esto significa, en opinión de la Confederación Sindical Internacional, que lo que sucede con los tipos de interés y con los precios de las acciones es lo que determina, cada vez más, los ciclos económicos, y que son las cuestiones financieras las que influyen cada vez más en determinadas estrategias empresariales. En síntesis, es el predominio de las actividades financieras por encima de la producción de bienes y servicios.

La Confederación Sindical Internacional exige reglamentar de manera enérgica tanto el funcionamiento de los fondos de capital privado, como el de los fondos especulativos. Los códigos de conducta y otras disposiciones voluntarias son una autorreglamentación que no es suficiente. De otra parte, la actual pérdida vigor de la actividad económica en España, que de no corregirse nos llevará a una situación de crisis ciertamente preocupante para el empleo, y cuyas primeras consecuencias son ya alarmantes, obedece a una deficiente regulación, en este caso no principalmente de los mercados financieros, sino de la actividad inmobiliaria, aunque sí nos ha afectado la restricción del crédito derivado de la crisis financiera internacional.

Un dato relevante tiene que ver con la evolución de los beneficios en lo que va de década, en el sector de actividades inmobiliarias, hasta 2006, estos beneficios crecieron un 76,2 por ciento, y en el de la Construcción un 187,5 por ciento. Pero de esta reflexión no puede quedarse al margen la deriva antisocial que recorre una gran parte de la Unión Europea.

La Unión Europea y su modelo social son una parte fundamental para hacer frente, precisamente, a los agujeros negros de la globalización, y con ello al auge de las ideologías neoliberales que apuestan por unos mercados financieros desregulados, y que favorecen también, no ya la flexibilidad de los mercados de trabajo, sino la desregulación de los mismos, además de reforzar el individualismo social y una tendencia cada vez más fuerte hacia la mercantilización de los derechos sociales, con un endurecimiento de los requisitos de acceso a las prestaciones sociales y el desplazamiento hacia el individuo de la responsabilidad de riesgos, generados en muchos casos por la especulación financiera, que hasta ahora habían estado plenamente socializados.

En paralelo, los neoconservadores, desde posiciones exclusivamente ideológicas, están favoreciendo la inseguridad, el miedo a lo distinto, la fobia, la exaltación de las respuestas individuales, los miedos derivados de la globalización, pero no precisamente en lo económico-financiero, de las incertidumbres generadas como consecuencia de la actual situación económica que, precisamente, tiene su raíz en la falta de regulación y de gobierno de lo financiero.

Estamos ante una ofensiva ideológica en toda regla, que exige de respuestas del sindicalismo y de las fuerzas políticas progresistas. Respuestas inteligentes, de carácter supranacional, que incorporen mucha pedagogía social, por tanto también muy participadas socialmente, donde la capacidad de iniciativa y de propuesta salgan fortalecidas, donde la capacidad de movilización se convierta en un catalizador de influencia y de cambio. Hay que evitar que se termine por imponer la ideología del mercado a secas, del ajuste también, en definitiva, de la globalización en términos neoliberales. Hay que reforzar la idea de que el sindicalismo confederal sólo puede estar ligado a progreso y cambio social, y ello está hoy puesto en cuestión por las tesis conservadoras, y no nos puede pillar a contrapié, cayendo en falsas seguridades.

Es por ello que la decisión sobre el proyecto de Directiva Europea sobre la Jornada máxima legal semanal hasta las 65 horas, hay que contestarla con decisión y firmeza, como de hecho va a hacer la Confederación Europea de Sindicatos, en la jornada de movilización convocada para el 7 de octubre por el Trabajo Decente, y con una convocatoria posterior de euromanifestación ante el Parlamento Europeo. Una directiva que supone un retroceso histórico a los derechos de los trabajadores y un durísimo golpe al derecho del trabajo. La Directiva supone una injerencia también para la negociación colectiva, intenta vaciarla de contenido, individualiza una parte fundamental de las relaciones laborales, dando por tanto un zarpazo a la negociación colectiva, entendida ésta como núcleo central de la libertad sindical, debilitándola como instrumento de democracia social en la empresa.

Es el intento de culpabilizar al derecho laboral, a las relaciones colectivas, de los males de la economía, es el intento de descolectivización del derecho del trabajo como punto de partida.

Sin lugar a dudas, estamos ante planteamientos netamente ideológicos para quienes desde el pensamiento neoliberal, el sistema de derechos y garantías en que consiste el modelo de protección social y laboral de los trabajadores, es una anomalía histórica que hay que desmontar, y de ahí precisamente se desprende esta vuelta de tuerca al modelo social europeo. Para el sindicalismo europeo y para la izquierda política, el modelo social europeo es un concepto de sociedad, por tanto, una opción política, son derechos sociales y laborales, son derechos de ciudadanía, y a ello, en ningún caso, se puede renunciar.

Contraponiéndolo, además, a las tesis liberales, que defienden un principio de ciudadanía de mínimos, un Estado asistencial, frente a la idea progresista de consolidar un sistema progresivo de derechos sociales. Efectivamente, el marco de actuación ha de ser supranacional. Porque cuando el debate social, económico y político se limita a los ámbitos nacionales, se debilita la capacidad de influir del sindicato, se debilita la izquierda, ya sea social y política, y se franquea el camino a decisiones y medidas socialmente regresivas y políticamente conservadoras.

En un escenario de creciente financiarización, con los riesgos más que evidentes que conlleva para el empleo y unas relaciones sociolaborales sólidas, el modelo social europeo es un modelo que no sólo hay que defender en Europa, sino extenderlo al resto del mundo. Y es que es incuestionable desde la racionalidad, que sin derechos sociales no es posible el desarrollo económico.
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Etiquetas: Gobierno Mundial.